miércoles, 27 de mayo de 2015

PALMIRA (SIRIA)

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  1. El Conde de Volney, historiador y filósofo ilustrado francés (1757-1820), en su libro 'Las ruinas de Palmira', obra que tuvo gran influencia en la literatura gala del siglo XIX, supo describir con maestría la fascinación que ejerce en el viajero el hallazgo de los pétreos despojos de esta pequeña civilización que surgió de las arenas:

    Llegué a la ciudad de Homs, a orillas del Orontes; y hallándome cerca de la de Palmira, situada en el desierto, quise conocer sus tan ponderados monumentos; y habiendo, después de tres días de camino por áridos yermos, atravesado un valle lleno de cavernas y sepulcros, al salir de él a deshora, vi en la llanura el más pasmoso espectáculo de ruinas: innumerable muchedumbre de soberbias columnas en pie, que como las calles de nuestras alamedas, se prolongaban hasta perderse de vista en simétricas hileras. Había entre estas columnas vastos edificios, enteros unos, otros medio caídos. Estaba sembrada por todas partes la tierra con estos destrozos, cornisas, capiteles, arquitrabes, zócalos y pilastras, todo de mármol blanco y de labor exquisita. Después de tres cuartos de hora de camino siguiendo estas ruinas entré en el recinto de un vasto edificio, que fue antiguamente un templo consagrado al Sol, y me hospedé en casa de unos labradores árabes que en el atrio mismo del templo han construido sus cabañas, resuelto a detenerme algunos días examinando despacio tantas hermosas obras.
    Las ruinas de Palmyra Cada día salía a visitar algunos de los monumentos que cubren el llano; y una tarde que preocupado el ánimo con mis reflexiones hasta el valle de los sepulcros había llegado, trepé a las colinas que le rodean, desde donde domina la vista el conjunto de las ruinas y la inmensidad del desierto.
    Acababa de ponerse el sol; estaba diáfano el cielo, sereno y sosegado el aire; la falleciente luz del día templaba el horror de las tinieblas; calmaba los fuegos de la abrasada tierra la naciente frescura de la noche; habían ya los pastores recogido sus camellos; no distinguían los ojos movimiento alguno en el parduzco y uniforme llano; reinaba en el desierto un profundo silencio, que de tiempo en tiempo interrumpían los lúgubres graznidos de pájaros nocturnos y chacales... Crecían las sombras, y ya sólo distinguían mis miradas con el crepúsculo los blanquecinos fantasmas de columnas y paredes... Infundían en mi ánimo cierto pavor religioso estas yermas soledades, esta apacible noche y esta majestuosa escena: el aspecto de una vasta ciudad desierta, la memoria de los pasados tiempos, la comparación del presente estado, todo enaltecía mi corazón. Sentéme sobre un trozo de columna, y, apoyando el codo en la rodilla, reclinando en la mano la cabeza, paseando la vista ora por el desierto, y ora clavándola en las ruinas, me entregué a una honda contemplación.
    Aquí, decía yo, aquí floreció en otro tiempo una opulenta ciudad: éste fue el solar de un pujante imperio. Sí, estos lugares tan yermos ahora, un tiempo vivificaba su recinto una activa muchedumbre, y circulaba un numeroso gentío por estos hoy tan solitarios caminos. En estas paredes donde reina un mustio silencio, sin cesar resonaban el estrépito de las músicas y las voces de fiesta y alegría; formaban altivos palacios estos hacinados mármoles; ornaban la majestad de los templos estas derribadas columnas y estas caídas galerías. Aquí se veía la afluencia de un crecido pueblo, que para las respetables obligaciones de su religión, o para los interesantes negocios de su subsistencia se congregaba; aquí una industria generadora de placeres convocaba las riquezas de todos los climas; permutábase la púrpura de Tiro con las preciosas hebras de la Sérica, las blandas telas de Cachemira con los soberbios tapices de la Lidia; con las perlas y aromas de Arabia el ámbar del Báltico, y el oro de Ofir con el estaño de Tule.
    (...)

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